Entrada escrita por Marcel Aranda Pericó
y revisada por Gloria Stonem
En el marco del proyecto Adopta una autora, voy a presentarles a la escritora irlandesa Claire Keegan, a quien felizmente conocí a través de su primer libro de relatos Antártida, publicados afortunadamente en castellano por la Editorial Eterna Cadencia.

No he logrado recordar el momento exacto ni cómo supe de Claire Keegan. Solo que su nombre se metió en los recovecos de mi memoria para alojarse de forma definitiva, junto a otros nombres literarios impregnados de una pátina evocadora como Vladimir Nabokov, Franz Kafka o Raymond Carver; ¿son de verdad esos nombres? ¿Fueron sus padres tan visionarios y creativos? ¿Es el destino escrito intencionadamente en sus letras?
Y, puestos a hacer preguntas al voleo: ¿nos podemos enamorar de otro solo por el hechizo de su nombre? ¿Es este un motivo suficiente para darme la garantía y el motivo de presentar de forma creíble a una autora que produce la sensación de estar haciendo un descubrimiento que seguro atesorarás por mucho tiempo?
Los nombres, así como las caras, los títulos o las portadas, son una invitación, una bienvenida para deslizarse hacia el hogar del autor en que nos espera presumido de sus mejores apuestas.
Claire Keegan nació en el condado de Wicklow, en la costa oriental de Irlanda, en 1968; una apacible localidad residencial ubicada al sur de Dublín (conocida como «el Jardín de Irlanda» debido a su naturaleza) en el seno de una familia rural, patriarcal y católica, donde los padres apenas conocían los libros. De estos tiempos recuerda cómo ella captaba lo que no se decía: su familia no era feliz. A los 17 años deja su hogar y viaja a Nueva Orleans, Estados Unidos, para estudiar inglés y ciencias políticas en la Universidad de Loyola. Después de 7 años vuelve a Europa y en 1992 se estalece en Cardiff, Gales, para estudiar una maestría en escritura creativa.
Este es el momento que más tarde le llevará a pensar que su regreso fue una mala decisión. Irlanda sufre una crisis económica desatada por los préstamos hipotecarios con la tasa de desocupación más alta de Europa. Keegan tendrá que volver a la casa de su infancia a vivir con su madre.
El mito de esta mujer irlandesa no muy amiga de la pompa intelectual se levanta en este duro periodo de su vida en el que, desempleada, envía 300 solicitudes de trabajo sin ninguna respuesta favorable, para lo cual se compra una máquina de escribir que, llegado el momento, le dará la oportunidad de crear su primer relato. Un momento que realmente no buscó y que le cayó por serendipia tras ver un concurso en el diario y decidir participar. Nos cuenta que nunca había pensado en dedicarse a la literatura. Con esta parte de su vida es bastante esquiva y quizás se deba a su pronunciada sencillez y severidad frente a su propio talento. Suena contradictorio cuando sabemos que ha asistido a esas clases de escritura creativa, donde sus tutores deben de haber reconocido más de una virtud de la cual ella es conocedora. Aun así, dibuja una nebulosa de casualidades, inflexiones del destino y una carrera sorpresiva en la mejor literatura de nuestros días. No podemos criticarle que se dé estos pequeños lujos al pensar que, como mujer escritora, decide afrontar con valentía las duras temáticas encerradas en los silencios de las casas.
Imaginemos por un instante la situación, a pesar de contar con muchas más variables y los límites que nos deparan la distancia, la ignorancia y la prestidigitación. Más de uno ha pasado por la angustiosa etapa de estar sin trabajo, la dependiente relación de vivir bajo el mismo techo que los padres sin hacer una vida propia, la rutina diaria de hacer tareas domésticas cuando no hay un compromiso superior al individuo. Imaginemos a Claire Keegan pulsando las teclas de la máquina de escribir, tal vez sentada a un pequeño escritorio en la casa rural de su infancia y adolescencia, atrapada bajo las vigas y las tablas del ambiente familiar. ¿Pulsando, golpeando, aporreando las teclas? ¿El rodillo de la máquina se desliza con un gruñido de satisfacción y realización o se arrastra con una queja de frustración y rabia?
Si pudiera hacerle una pregunta a mi muy querida escritora, trataría de averiguar cómo es el lugar donde empezó a escribir su primer cuento: ¿tendrá una ventana a través de la cual su mirada se extravía en las ensoñaciones que se superponen al paisaje de Wicklow? Y puestos a hacerle preguntas, le plantearíamos con un tanto de escrúpulo conociendo su fuerte sinceridad a las molestas entrevistas de los reporteros literarios: ¿acaso el retrato de la vida rural y provinciana, ya sea en su natal Irlanda o en su adoptada Louisiana, esgrimirá un desafío a los valores de la tradición familiar, una rebeldía que ha pagado cara las dificultades de comunicación entre hombres y mujeres y la represión del patriarcado? Quizás recibiría una intensa y severa mirada azul acero, mientras la brisa mueve sus largos cabellos rubios. El pequeño silencio de sus reflexiones anunciaría una respuesta nada complaciente.
De lo que podemos estar seguros mientras tanto, gracias a su propia voz mediatizada en las entrevistas, es que de lo que menos le gusta hablar es de adorarse a sí misma y dejar que la adoren. En cambio, enfatiza la necesidad de reconocer en otros autores (tales como Chéjov, Tolstoi, Hardy, Joyce y Elliot) los temas que ella trata: la soledad, la infancia, la pobreza, no solo como un signo de garantía, sino de no estar inventando nada nuevo. Ella misma se confiesa amante de Anton Chéjov. Su más preciada innovación reside en dar una voz fresca a estos problemas que nos acompañan a todos, seamos o no literatos, nos guste o no la literatura, nos gusten o no las historias de la intimidad. Habla de la soledad, de las dificultades que todos tenemos para comunicarnos con el otro:
Una gran, enorme parte de la literatura se trata de si es posible o no comunicarse con un otro. Podría decir que una buena historia es un retrato de la manera en que lidiamos con eso y me río cuando la gente dice que mis cuentos son oscuros; no conozco a nadie que piense que la vida es fácil.
Revista Ñ, Clarín
Los autores mencionados para comparar a Claire Keegan se van dando la mano y son referentes literarios con los cuales se le busca una similitud. Así, Carson McCullers es evocada junto a Flannery O´Connor y Anton Chejov es recordado junto a Raymond Carver. Estos nombres, de una u otra forma, entretejen una red conocida y familiar, como seres que saludan desde lejos y dejan a la propia Keegan apoderarse de sus propias palabras.
Palabras atrevidas que activan el encadenamientos de hechos sin demora y que encontramos en sus libros Antártida (1999), premiado con el William Trevor Prize y el Rooney Prize for Irish Literature. Recorre los campos azules (2008), ganador del Edge Hill Prize. Y Tres luces (2011), originalmente publicado con el título de Foster en 2010, con el que obtuvo el Davy Byrnes Award.
La mujer que un día partió de la casa de su infancia para años más tarde volver y encontrarse con una veta que afirma nunca haber pensado nos invita a comunicarnos con sus relatos, los que tanto nos dicen como no nos dicen y esconden pasajes enigmáticos, inesperados y cautivadores; incluso con cierto aroma de horror doméstico.
A fin de cuentas, ¿no seremos nosotros sus lectores los adoptados bajo sus miradas tutelares?